A todos mis miedos los enfrento asustándolos con un miedo mayor, al que ellos también temen. El día de nuestra muerte.
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Ni me pienso Vallejo ni Heraud, pero ya imagino ese día, una tarde fría de mayo, en la semana del segundo domingo. No estaré asustada como siempre porque se viene el día de la madre, ¡oh madre! No, ese miedo no será el que ese día me asuste. Estaré en cama, adosada a mis sábanas sin poder sostener mi cabeza sobre las almohadas, estará tan pesada por la fiebre que pensaré en dejarla caer al suelo frio para sentirla más fresca. No podré hablar porque mi garganta estará destrozada de tanto vomitar, mi lengua estará reducida a un trocito de esponja desgastada, y aunque no diga palabra, mis labios estarán entreabiertos porque su sequedad me impedirá mantenerlos juntos sin hacerme daño. No podré ingerir comida, mi estomago ya no aceptará nada. Miraré amorosamente el suero nutricio que me hace pensar en mi infancia, en mi estadía en el hospital donde me operaron de apendicitis y me dejaron una cicatriz en forma de ciempiés en el vientre. Querré tocarla, recorrer específicamente su forma, sentir su superficie resbalosa; pero no podré moverme. No importará, la recordaré y sentiré alivio. Pronto darán las seis de la tarde y sabré que ese día debo morir y nuevamente me invadirá el miedo. “No quiero morir”, pensaré. Y ese será mi último pensamiento en negativo.
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Cuando tengo miedo, pienso en un miedo mayor, y luego sonrío con una sonrisa que es mueca angustiada. Aprieto los puños y quiero correr, pero no corro; miro con cariño el bolso q siempre me acompaña y extraigo el caramelo que durante el día me dará paz.
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