29 nov 2009

Desidia



(siento las uñas largas, no me interesa cortarlas solo quiero comentar que están largas y que se acumulan en ellas algo más que el tiempo)


Y del mismo modo dejo que pasen los días. Deseo renunciar, es imperativo hacerlo. Sé que cuando pensaste [tu problema es que no estás en ventaja y eres muy flojo para competir] lo hiciste con la lucidez ácida que se ha formado en ti como una costra a causa de tanto ojo para tanta vida. Pero no se trata de ti, ahora déjame ser yo el que hable de mi… y no porque otros hablen de mi [poco me importan si lo hacen a mis espaldas o delante mío; solo jode si una de ellas lo escucha] sino porque yo sencillamente no hablo. ¿Y para qué hablar? Si tanto se ha formado el escudo, y ya hacen que sus propios prejuicios hablen por mí. Por lo pronto jode tanto el respirar el mismo aire, el sentir las mismas burbujas transcurrir a lo largo de mis venas, jode el sentir que todo gira y que estoy desconectado. Jode el no sentir ese cosquilleo en la cabeza, jode el no escribir, el no leer, el no pensar, el reaccionar. Jode el saber el cómo, el tener los recursos para ser considerado cuando es poco o nada lo que se hace realmente.


Sí, es cierto. Me da flojera competir. Sin embargo, ellos [los de allá] creen que debo de estar más adelante. Algún día quise estarlo, no lo niego; pero ahora me da igual ser cabeza de ratón que cola de león. El estómago es centro del universo, la acidez marca el ritmo de los vientos. Hoy encallará otro ideal más ante la mirada atónita de los allá. Y a la mierda todo lo que podrán pensar…o a la mierda yo, otra vez, por pensar sin hacerlo.


Es la tentación del fracaso, el ver discurrirse la arena en entre nuestros dedos ante nuestro ingenuo intento de retener un puñado siendo indiferentes al maremoto de tiempo y obligaciones que a la larga sabemos que nos sepultará. Es el elegir la danza hipnótica de lo que sabemos terminará mal, porque todo termina mal.


26 nov 2009

Los caramelos que llevo en el bolso

A todos mis miedos los enfrento asustándolos con un miedo mayor, al que ellos también temen. El día de nuestra muerte.
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Ni me pienso Vallejo ni Heraud, pero ya imagino ese día, una tarde fría de mayo, en la semana del segundo domingo. No estaré asustada como siempre porque se viene el día de la madre, ¡oh madre! No, ese miedo no será el que ese día me asuste. Estaré en cama, adosada a mis sábanas sin poder sostener mi cabeza sobre las almohadas, estará tan pesada por la fiebre que pensaré en dejarla caer al suelo frio para sentirla más fresca. No podré hablar porque mi garganta estará destrozada de tanto vomitar, mi lengua estará reducida a un trocito de esponja desgastada, y aunque no diga palabra, mis labios estarán entreabiertos porque su sequedad me impedirá mantenerlos juntos sin hacerme daño. No podré ingerir comida, mi estomago ya no aceptará nada. Miraré amorosamente el suero nutricio que me hace pensar en mi infancia, en mi estadía en el hospital donde me operaron de apendicitis y me dejaron una cicatriz en forma de ciempiés en el vientre. Querré tocarla, recorrer específicamente su forma, sentir su superficie resbalosa; pero no podré moverme. No importará, la recordaré y sentiré alivio. Pronto darán las seis de la tarde y sabré que ese día debo morir y nuevamente me invadirá el miedo. “No quiero morir”, pensaré. Y ese será mi último pensamiento en negativo.
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Cuando tengo miedo, pienso en un miedo mayor, y luego sonrío con una sonrisa que es mueca angustiada. Aprieto los puños y quiero correr, pero no corro; miro con cariño el bolso q siempre me acompaña y extraigo el caramelo que durante el día me dará paz.

4 oct 2009

El día que terminé con Freud



Faltaba media hora para la cita y desde donde me encontraba el recorrido duraba 1 hora. Se me había hecho tarde – otra vez –. Podía tomar un taxi, pero no keria. Simplemente ese día no tenía el menor deseo de tomar la ruta de todos los viernes, pararme frente a su consultorio, tocar el timbre, esperar que me abriese la puerta, pasar a la salita, sentarme y después de media hora de rodeos, exponer mis heridas para que mirase dentro de ellas, hurgase en sus formas y elucubrase con qué arma punzante habrían sido realizadas, que lanzara las hipótesis sobre las endebles cicatrices. No quería. Estaba cansada, sobre todo hastiada.


[Vivimos en un mundo de signos, todo puede ser interpretado. Pero la posibilidad que es amena, ella la empujaba a la obligación asfixiante. Que cargase siempre con muchas cosas en mi bolso para ella era símbolo de que me era difícil desprenderme o que de todo quería hacerme responsable, cargar el mundo a mis espaldas. Que soñase con pilares que caían, mi temor a no ser protegida. Que permaneciese con unos lentes cuyas lunas estaban rayadas y se notasen claramente desgastados y que no me preocupase en cambiarlos, ella decía que era mi resistencia a ver el mundo con claridad. Que llegase tarde a las consultas, ella consideraba que era mi subconsciente manifestando desinterés en querer ir (en eso podríamos conceder un grado de verdad). O tal vez tuvo razón en todo, pero y QUE. Inicialmente bajo mi emblemática teoría de apretar la herida hasta que de tanto doler, el organismo lo asimile y finalmente ya no duela, fui a cada sesión. Pero no ocurría así. Seguía doliendo, doliendo y doliendo. Un día ella se dio cuenta de mi incomodidad y me dijo: “tal vez sería mejor que detuviéramos la sesiones, últimamente no presentas nada nuevo qué contar, se ha vuelto rutinario esto”. Lo mismo que estuve pensando, pero se sintió feo que ella tomase iniciativa. Me asusté. Me sentí terriblemente mal. Había aburrido a mi sicoanalista. Maquinalmente inventé algo para contárselo, le di un nuevo giro a nuestra relación. Ella quedó prendada. Y seguimos con la terapia. En la siguiente sesión fui decidida a terminar con ella. Sabía muy bien lo que le diría: “Lo lamento Freud, pero si la terapia no me ayudará a liberarme del dolor y solo pretendes darme herramientas para ser menos infeliz, pues olvídalo, ya no quiero seguir con esto”. Me sentía convencida de que hacía lo mejor y algo en mí bailaba al son de la canción “freedom”.]


Llegué tarde, me invitó a tomar asiento y se dispuso a escucharme. Se me atoró la lengua y antes de articular palabra, estallé en llanto. Casualmente lloraba en mis sesiones, ella no se mostraba sorprendida. Pero esta vez mi llanto era más intenso y constante. “Estás bien?” preguntó. No recuerdo exactamente lo que yo respondí. Nunca me gustaron las despedidas, nunca fui buena aceptando separaciones. Eso de tú por tu lado y yo por el mío, no es mi modus operandi. Al irme la abracé y habituada a ser lo que soy, animal de costumbres, le dije: “podría buscarte pasado un tiempo?”


Han pasado dos meses y yo y mis manías vivimos un tórrido e insano romance. Lo lamento, pero no te extrañamos Freud.