12 sept 2009

El carro de Meteoro


Pensar en ir todo Javier Prado a las seis de la tarde, me estresó. El sempiterno tráfico de esa avenida no es atractivo a menos que no tengas el menor apuro, encuentres asiento libre y lleves algo que leer, para jugar, comer o simplemente dormir. Incluso si quieres conversar con alguien que te es esquivo. El tráfico de la avenida Javier prado puede ser un perfecto cómplice. No tendrás privacidad ni absoluto silencio, pero sí estarás atrapado en medio de un paréntesis temporal, todo en completa quietud. Nada se moverá durante más de una hora. Si llueve, tendrás una linda vista de las calles enjuagadas por la lluvia. Pero, eso será si tienes tiempo, si no será el infierno escenificado en una tortura interminable de una hora o más. No quise eso, me sentía con ánimo de llegar pronto a casa, y si no pronto, al menos quería una ruta que fluyese, sin congestión y q me hiciese la ilusión de estar cada vez menos lejos. Opté por Salaverry y fue así como me subí al carro de Meteoro.

Cuando apareció casi se pasa de largo, dudó en detenerse ya que la luz verde estaba en sus últimos segundos. Pero finalmente se detuvo. Y exactamente cuando mis dos piernas ya estaban en la escalerilla, arrancó nuevamente. Me golpee contra una baranda y para no caer me sostuve de un asiento. Miré al conductor con odio, él volteó y me sonrió despreocupadamente. Algo no estaba bien en esa sonrisa. Temí. La luz cambió a roja. Pude sentarme y darme un minuto en evaluar bajarme de ese carro. Pero la tentación de la velocidad fue grande. Podría llegar más rápido a mi casa, pensaba. Antes de seguir pensándolo, la luz volvió a verde y ya estábamos tomando posesión de unas callecitas por donde entraba el carro a toda máquina. Las calles eran estrechas, él irrumpía en ellas. Aparecían de más en más las curvas, él las sorteaba en pleno vuelo acariciando las paredes de las casas colindantes. Y nosotros las pasábamos con el estomago de lado a lado, equilibrando el lado al que el carro tendía en medio de sus diestros quiebros. En solo unos minutos avanzamos prodigiosamente por obra y gracia del osado conductor y doblando la última curva de una callecita salimos a dar a la Av. Universitaria. Fue ahí cuando alcanzamos un carro de la misma línea. Pasajeros abordo palidecimos.

Meteoro no se detenía en los paraderos. Toda la izquierda, decía el cobrador; y el Meteoro obraba. Avanzábamos avanzábamos y avanzábamos. Aparecían mas carros, pero Meteoro no dejaba de acelerar y se metía en carriles ajenos a velocidades inquietantes. Ya era demasiado tarde para pensar en bajarme, ya no lo pensaba, mi único pensamiento era en realidad un sentimiento: angustia. La señora que estaba sentada en el asiento de adelante sin mayor resguardo que un cinturón de seguridad averiado no dejaba de gritarle al conductor “¡Ud. cree que lleva costales de papa!”. Dos más se quejaban y le pedían disminuyese la velocidad. Pero Meteoro era solo una sonrisa extraña y ojos impasibles. Su cerebro iba sobre ruedas. Después de veinte minutos de aventura, dos pasajeros pidieron bajar, y Meteoro no se detenía. Diez minutos después cuando había dejado suficientemente atrás al otro carro de la misma línea, se detuvo para dejarlos huir.

Próximos a mi paradero, avisé al cobrador y lo repetí tres veces por si el cerebro automovilizado no me hubiese oído. No valió de nada, no quería aproximarse a la derecha. El número de vehículos que se aglomeraban a la altura del centro comercial esperando subir la mayor cantidad de gente posible no se le hizo atractivo a Meteoro. El cobrador abrió la puerta y a la distancia de un carril hacia los límites de la pista, (sí, los límites de la pista, no el paradero en sí mismo, eso estaba a una distancia de 10 custers hacio adelante aproximadamente) me dijo que bajase. Sobre ese carril, que hacía ahora de paradero, venia más atrás el carro de la misma línea que antes dejamos atrás y ahora nos alcanzaba, y más atrás otros vehículos. Entre bajar en medio de la pista o permanecer en ese carro, opté por la primera opción. Pero antes, salí de mi mutismo que me acompañó todo el camino y descargué rabia contra ese par de cerebros embadurnados en aceite y rellenos de gasolina. Ellos no parecieron inmutarse. Y Meteoro simplemente sonreía despreocupadamente.

Hasta la fecha (empecé a ver todas las noches la sección de policiales en las noticias) la felicidad de Meteoro continua. Habla, subes?


3 comentarios:

Anónimo dijo...

jajaja, símpático artículo!!!

karii dijo...

ya me dio ganas de subirme en el match 5 de meteoro!!... A ver si se detiene a recogerme esta semana en algun paradero no autorizado

Anónimo dijo...

"Su cerebro iba sobre ruedas"...ja ja ja...se merecian un ancazo y no me digas que el cobrador era Chispita...facil que no llegaba ni a mono