
Faltaba media hora para la cita y desde donde me encontraba el recorrido duraba 1 hora. Se me había hecho tarde – otra vez –. Podía tomar un taxi, pero no keria. Simplemente ese día no tenía el menor deseo de tomar la ruta de todos los viernes, pararme frente a su consultorio, tocar el timbre, esperar que me abriese la puerta, pasar a la salita, sentarme y después de media hora de rodeos, exponer mis heridas para que mirase dentro de ellas, hurgase en sus formas y elucubrase con qué arma punzante habrían sido realizadas, que lanzara las hipótesis sobre las endebles cicatrices. No quería. Estaba cansada, sobre todo hastiada.
[Vivimos en un mundo de signos, todo puede ser interpretado. Pero la posibilidad que es amena, ella la empujaba a la obligación asfixiante. Que cargase siempre con muchas cosas en mi bolso para ella era símbolo de que me era difícil desprenderme o que de todo quería hacerme responsable, cargar el mundo a mis espaldas. Que soñase con pilares que caían, mi temor a no ser protegida. Que permaneciese con unos lentes cuyas lunas estaban rayadas y se notasen claramente desgastados y que no me preocupase en cambiarlos, ella decía que era mi resistencia a ver el mundo con claridad. Que llegase tarde a las consultas, ella consideraba que era mi subconsciente manifestando desinterés en querer ir (en eso podríamos conceder un grado de verdad). O tal vez tuvo razón en todo, pero y QUE. Inicialmente bajo mi emblemática teoría de apretar la herida hasta que de tanto doler, el organismo lo asimile y finalmente ya no duela, fui a cada sesión. Pero no ocurría así. Seguía doliendo, doliendo y doliendo. Un día ella se dio cuenta de mi incomodidad y me dijo: “tal vez sería mejor que detuviéramos la sesiones, últimamente no presentas nada nuevo qué contar, se ha vuelto rutinario esto”. Lo mismo que estuve pensando, pero se sintió feo que ella tomase iniciativa. Me asusté. Me sentí terriblemente mal. Había aburrido a mi sicoanalista. Maquinalmente inventé algo para contárselo, le di un nuevo giro a nuestra relación. Ella quedó prendada. Y seguimos con la terapia. En la siguiente sesión fui decidida a terminar con ella. Sabía muy bien lo que le diría: “Lo lamento Freud, pero si la terapia no me ayudará a liberarme del dolor y solo pretendes darme herramientas para ser menos infeliz, pues olvídalo, ya no quiero seguir con esto”. Me sentía convencida de que hacía lo mejor y algo en mí bailaba al son de la canción “freedom”.]
Llegué tarde, me invitó a tomar asiento y se dispuso a escucharme. Se me atoró la lengua y antes de articular palabra, estallé en llanto. Casualmente lloraba en mis sesiones, ella no se mostraba sorprendida. Pero esta vez mi llanto era más intenso y constante. “Estás bien?” preguntó. No recuerdo exactamente lo que yo respondí. Nunca me gustaron las despedidas, nunca fui buena aceptando separaciones. Eso de tú por tu lado y yo por el mío, no es mi modus operandi. Al irme la abracé y habituada a ser lo que soy, animal de costumbres, le dije: “podría buscarte pasado un tiempo?”
…
Han pasado dos meses y yo y mis manías vivimos un tórrido e insano romance. Lo lamento, pero no te extrañamos Freud.